Por: Daniel Albarracín
El pasado 6 de noviembre se conmemoró el día internacional para la prevención de la explotación del medio ambiente y la naturaleza en la guerra y los conflictos armados, conmemoración que se realiza desde el 2001 por cuenta de la Resolución 56/4 de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Adicionalmente en 2016, la Asamblea de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente aprobó la resolución UNEP/EA.2/Res.15, en la que reconoce que unos ecosistemas saludables y unos recursos naturales gestionados de manera sostenible contribuyen a reducir el riesgo de los conflictos armados.
Ciertamente, Colombia no ha sido ajena a la conexión entre el conflicto armado y la explotación del medio ambiente y la naturaleza, y si bien existen ejemplos directos como los cultivos de uso ilícito, la minería ilegal o los atentados a la infraestructura petrolera, la relación va mucho más allá. Se trata de como controlamos, entendemos, y nos apropiamos de nuestros territorios.
Este control y apropiación de nuestros territorios, nos convoca ineludiblemente a tener en cuenta “la lucha por la tierra”. Según el Informe del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) de 2016, “Tierras y conflictos rurales. Historia, políticas agrarias y protagonistas”, la posición institucional frente a la tierra, y su reglamentación, fue algo de poco interés hasta entrado el siglo XX, dado que los grandes propietarios de la tierra eran los mismos políticos y militares en el poder.
Es ciertamente cuando surgen las primeras organizaciones agrarias (como los sindicatos o las ligas agrarias) que se plantea una disputa por la tierra, y con ella la estructura agraria. Sin embargo, sería a finales del siglo XX que la disputa por la tierra y los recursos naturales entre diferentes actores se intensifica. Para comprender estos elementos, acá unos casos ejemplares:
La represa Urra I, en el Alto Sinú, se presentó como un proyecto para el progreso de la región y del gremio ganadero. Sin embargo, la apuesta por controlar el caudal del río Sinú implicó para el pueblo Embera Katío la vulneración de sus derechos a la consulta previa, así como la desaparición, asesinato, y desplazamiento de miembros de la etnia por parte de grupos paramilitares con la justificación de su “accionar contrainsurgente”.
Destaca el caso del líder indígena Kimy Pernia Domico, secuestrado y asesinado por un comando paramilitar en 2001, quien lideraba la lucha contra el proyecto y por la defensa de los derechos territoriales del pueblo Embera Katío. Los impactos ambientales de la represa de Urra I afectaron los ciclos de inundación en el valle del río Sinú y con ello la producción agrícola y piscícola de la región; así como la perdida de tierra cultivable por el espejo de agua de la represa.
Un segundo caso ha sido la explotación de “maderas finas” que se ha vivido en el Chocó biogeográfico, primero por las dinámicas coloniales y más recientemente como una opción de financiamiento de diferentes grupos armados y de ciertos empresarios “de bien”. Cabe destacar el Bloque Elmer Cárdenas de las AUC, liderado por alias “El Alemán”, que facilitó la intervención del Ejército en la Operación Génesis en 1997 (a cargo del Gr Rito Alejo del Rio) y la explotación maderera por parte de Maderas de Darién S.A., filial de Pizano S.A., contraviniendo a las negativas judiciales al respecto.
Tras la desmovilización de las AUC en 2006, la deforestación en el Chocó Biogeográfico se ha mantenido por la prevalencia de diferentes grupos armados (guerrillas y grupos posdesmovilización) y de economías irregulares e ilegales; especialmente la minería. Tan solo en Riosucio (Chocó) se calcula una explotación de maderas finas de 140 mil metros cúbicos por año, lo que se refleja en las 11.457 hectáreas deforestadas en el departamento del Chocó durante el 2019, según cifras del IDEAM.
Estos dos casos, en conjunto, dan luces de la relación que existe entre ciertos grupos armados (como los paramilitares), los intereses de ciertos grupos económicos, y la condición de la naturaleza como víctima, también, del conflicto armado. Los impactos ecológicos de difícil recuperación se suman a las condiciones sociales de pobreza y vulnerabilidad de las comunidades que presiona a realizar prácticas productivas insostenibles, y un modelo económico centrado en el extractivismo.
Reconocer la naturaleza como víctima y como sujeto de derechos, es un paso necesario para plantear una perspectiva integral de nuestros territorios y de nuestro futuro como país. Poder superar las causas estructurales del conflicto social y armado, será un paso fundamental para el desarrollo sostenible y la construcción de una paz con justicia social y ambiental.
*Miembro Dirección de Construcción de Paz y Medio Ambiente y Desarrollo Sostenible