El regreso a clases: entre las deficiencias en infraestructura educativa y los bonos educativos como alternativa.
Por: Liliana María Guaca
El COVID 19 se ha convertido en parte activa de nuestro lenguaje común y ha afectado muchas de las dimensiones de la vida de los ciudadanos. Una de las aristas de esta crisis que no termina por resolverse, es la que tiene que ver con el regreso de los estudiantes a las clases presenciales.
Los niños y niñas de este país se encuentran en medio de los temores de sus padres, la falta de garantías para que los docentes vuelvan a las instituciones educativas y la normativa gubernamental, que propende por un regreso gradual en atención todas las medidas de bioseguridad, pero que aun está lejos de materializarse en la vida real.
Así, este aparente regreso pone de presente las desigualdades de siempre; mientras que los colegios de estratos altos y medios realizan inversiones, aunque nada fáciles en medio de un periodo de recesión económica para garantizar el regreso de sus estudiantes a clases, la educación pública, siempre rezagada, no cuenta con la infraestructura, ni los recursos suficientes que le permitan echar a andar de nuevo el sistema. A esto se le suman las presiones de los sindicatos como FECODE, que ha puesto de manifiesto que no existen las condiciones mínimas para este regreso.
El Ministerio de Educación Nacional informó a Semana que se han hecho transferencias por el orden de los $92.000.000 a las Secretarías de Educación para realizar adecuaciones que les permitan mejorar los ya identificados problemas de agua potable, deficiencia de aulas, aumento de baterías sanitarias y lavamanos en las instituciones. No obstante, las entidades territoriales manifiestan que los recursos aún son insuficientes. Leyendo este panorama, el regreso no parece ser algo cercano.
La UNESCO y varios expertos en educación alrededor del mundo han puesto de presente los efectos negativos que tiene que los estudiantes no vuelvan a la presencialidad, tales como la afectación de sus procesos de aprendizaje, que según cifras del Banco Mundial, representarían una perdida entre 0.3 y 0.9 años de escolaridad. A esto se le suman las dificultades psicológicas que se están evidenciando; De acuerdo con el Instituto Colombiano de Neurociencia, el 88 % de los estudiantes “están teniendo una afectación en su salud mental por permanecer en sus hogares” debido a largos periodo de confinamiento, sumados a una exposición excesiva a las pantallas y dispositivos electrónicos.
En medio de este difuso escenario de regreso, se plantean alternativas como el de la senadora Paloma Valencia, quien ha propuesto la entrega de bonos escolares a los padres de familia ya que dentro del sistema público no están dadas las condiciones para el retorno. La senadora plantea que estos bonos pueden asimilarse a estrategias de financiamiento similares a las definidas para el programa de Generación E, así como una oportunidad para que los padres de familia tengan opciones diferentes a la educación pública, respecto de la educación de sus hijos.
Estas declaraciones causaron polémica y muchos de sus detractores manifestaron que avanzar en esta propuesta solo incrementaría las brechas entre el sector público y el privado, sumado a que cuando ésta se lanzo al aire, no se contaba con estudios técnicos que permitieran evaluar la capacidad real de absorción de la población a los privados. Otro elemento importante, es que las éstas trasferencias realizadas a las Secretarías de Educación, son el resultado de ajustes internos del presupuesto general del Ministerio y solo podrían ir direccionadas a fortalecer el sector que más lo necesita, en este caso las instituciones educativas publicas en cada región.
Si bien nos encontramos en un escenario de incertidumbre, se debe tener presente la responsabilidad del estado como garante de los derechos fundamentales. En este sentido, lo correcto es aunar esfuerzos para aumentar las transferencias a los territorios, que permitan avanzar en las adecuaciones en infraestructura educativa requeridas y promover la apertura gradual del servicio con miras a un 2021 con normalidad.
El COVID surgió como una oportunidad real para que las instituciones educativas percibieran recursos que no se tenían pensados. Lo que quiere decir, que hoy estas transferencias están resolviendo algunas de las demandas de las comunidades educativas y que los sindicatos han puesto de presente por años; falta de aulas y condiciones de infraestructura escolar (sanitarias principalmente) adecuadas con un servicio de calidad, y por su puesto el mejoramiento de las condiciones de ejercicio de la profesión docente.
Adicionalmente, se deben generar mayores estrategias para ganar la confianza de los padres de familia y hacer visibles y comprensibles para ellos, los efectos nocivos a mediano y largo plazo de no enviar a sus hijos a clase. La presencialidad debe ser el objetivo común como sociedad y gobierno. Lejos de las presiones sociales y políticas de turno, está el bienestar de los niños y niñas que hoy encuentran en la escuela una espacio protector y garante de derechos; más en contextos violentos o en regiones apartadas y excluidas de las oportunidades de desarrollo, este es el único espacio seguro y garante de derechos con el que cuentan.
La educación es un derecho fundamental así como fue ratificado en la carta que 84 académicos y políticos firmaron para exigir el retorno a clases, en donde se presentan también varios factores asociados que complejizan este escenario de confinanamiento, como lo son, el aumento del la violencia sexual, los embarazos en adolescentes, que ha sido uno de los flagelos contra los que el sector ha luchado, así como el efecto negativo de la pandemia sobre la mujer, con el aumento del desempleo femenino y la sobrecarga de tareas de cuidado en el hogar.
Finalmente, el cupo epidemiológico definido en las ciudades debe privilegiar la asistencia de los estudiantes a las aulas y se deben establecer medidas claras por parte de los gobiernos locales para materializar este regreso cuanto antes.
*Miembro Dirección de Educación