Hablemos de ética pública
Por: María Juliana Rojas y Nicolás Parra*
Eventos recientes, como el caso Odebrecht, la captura del Fiscal Anticorrupción, y el Cartel de la Toga, abrieron el campo discursivo para hablar de ética pública en Colombia. Es usual iniciar debates sin precisar los términos que utilizamos. La discusión sobre la ética pública no es la excepción. ¿Acaso quienes hablamos de ética pública sabemos qué significa? ¿Acaso hablar de ética pública nos hará mejores ciudadanos? ¿Acaso para hablar de ética pública debemos, primero, ser éticos? No lo sabemos. Por eso, queremos en esta columna dar “un paso atrás” en un debate que ya ha iniciado e identificar formas en las que algunos se han aproximado a esta idea.
El discurso de posesión del Procurador Fernando Carrillo institucionalizó el término al afirmar que “Colombia requiere de desarrollo, pero antes que nada de una infraestructura ética que promueva la integridad y la probidad”. A esta aproximación a la conversación, la llamaremos ética constitucionalista. Para Carrillo, la crisis institucional que hoy nos afecta, “surgió cuando la ética pública se desvaneció y dejó de ser esencial para formar nuevos ciudadanos: honestos, educados; dispuestos a hacer respetar la Constitución, fortalecer la democracia y promover la convivencia”. La ética pública consiste, así, en que los funcionarios públicos respeten la Constitución y fomenten virtudes cívicas. El problema de esta aproximación es que asume que lo público es únicamente el mundo institucional y que la actual función disciplinaria es el principal remedio para esta enfermedad. Además, olvida que el hecho de que hacer la Constitución realidad en la vida cotidiana exige de ejercicios de reflexión práctica e interpretativa para leer sus valores y principios a la luz de lo que demanda la situación específica.
La segunda aproximación es la ética personalista que consiste en identificar a un modelo en la sociedad y afirmar que ejercer la ética pública es actuar conforme a o similar a unapersona que colectivamente es aprobada por un grupo social amplio y considerada como ética. Emular los gestos de estas personas es para algunos una forma de ejercer la ética pública. Responder al matoneo y la burla por los movimientos producidos por el Parkinson con un “gesto noble” y utilizar “el perrito de taxi” para apiadarnos de los demás es algo imitable. En palabras de Mockus, “Decir cosas con palabras es una opción, decir cosas con pequeños trayectos de acción es otra”. Con ello dejaba entrever que la ética no era una serie de reglas, principios y valores que emanaba de la Constitución o de alguna fuente moral, era la lucha cotidiana de forjar un carácter. Sin embargo, uno de los problemas de personalizar la ética es crear una lógica de dependencia a la autoridad carismática y replicar un mesianismo que nos impide pensar por nosotros mismos y reconocer que nuestros contextos vitales y prácticos, nuestro margen de influencia y la audiencia que nos escucha es distinta a la de estas personalidades. Más aún, nos lleva a suponer que la ética es un asunto de pureza y no una lucha permanente con nuestras contradicciones.
La tercera aproximación, la ética del decálogo, consiste en proferir unos “mandatos”, “diez mandamientos” o reglas que debemos adoptar para ser éticos. Un buen ejemplo de esto es el Código de Integridad elaborado por el Departamento Administrativo de la Función Pública, a través del cual “se busca sistematizar, de manera pedagógica y sencilla, la guía, sello e ideal de cómo deben ser y obrar los servidores públicos”. La motivación de esta iniciativa es, entre otras cosas, contrarrestar la percepción generalizada que tienen los ciudadanos de los funcionarios públicos. Además de incluir una definición de valores como la honestidad, el respeto y la diligencia, entre otros, el Código presenta reglas más específicas: “lo que hago” y “lo que no hago”. Así, por ejemplo, honestidad se define como actuar “siempre con fundamento en la verdad, cumpliendo mis deberes con transparencia y rectitud, y siempre favoreciendo el interés general”. Dentro del marco de la honestidad, el Código me indica “qué no hago”, por ejemplo, “[n]o le doy trato preferencial a personas cercanas para favorecerlos en un proceso en igualdad de condiciones”. Algunos ciudadanos han tratado de abordar la discusión sobre la ética pública responsabilizando a las instituciones en tanto facilitadoras del proceso formativo de “ciudadanos íntegros”. Así, los colegios y universidades han respondido incluyendo la “enseñanza basada en valores” en sus currículos y proyectos educativos.
El problema de hacer una lista de valores o comportamientos deseados es, por un lado, mantener la vaguedad de los valores: la honestidad se define en el caso de nuestro ejemplo en términos de transparencia y rectitud, pero ¿qué es transparencia y qué es rectitud?, ¿por qué queremos defender la transparencia o la honestidad?, ¿qué pasa si, para ser respetuoso con otra persona, debo omitir algunos comentarios potencialmente hirientes pero sinceros? Desde este punto de vista, además, la ética resulta ser un tema de obediencia o conformidad y no de reflexión. El buen ciudadano actúa de acuerdo a un “checklist” de conductas deseables y no como resultado de un cuestionamiento a la luz de la experiencia concreta.
A comienzos de este año, la Revista Arcadia abordó este espinoso tema de hablar de ética. Reconoció que hablar de ética es semejante a dar un sermón de un elegido quien supuestamente tiene acceso al bien y puede compartirlo con los demás. Reconoció, además, que hablar de ética de esta forma tiene dos problemas, la presunta legitimidad de quien se eleva percibiendo como ético y el hecho de que hoy nadie está abierto a recibir un sermón de terceros.
Sin embargo, para hacer ética, alguien tiene que jugársela por una postura que inicie la conversación. Creemos que el camino para abrir nuestros debates políticos y nuestro espacio público no es llenar el vacío con decálogos, valores o procedimientos. En muchos de estos casos, corremos el riesgo de repetir los lemas, de amplificar las fórmulas clásicas “no a la corrupción”, “lo público prima sobre lo privado”, y otras más. La ética es ante todo un diálogo. De este modo, creemos que la única forma de hacer ética pública es hablar sobre las cosas que nos importan como ciudadanos, examinar nuestras actitudes dialógicas, visibilizar cómo nuestras experiencias nos sitúan frente a otros y articular qué nos incomoda de las ideas ajenas y por qué.
Así, la propuesta es entender por medio de la experiencia del diálogo que la democracia y el ser en común son una pregunta y un proyecto: la pregunta por qué significa ser un buen ciudadano. Debemos participar en conversaciones más intensas en las que formulemos cuidadosamente nuestros argumentos, nos enfrentemos estoicamente al desacuerdo y escuchemos genuinamente otras versiones de la realidad. Necesitamos diálogos que nos afecten y ayuden a escapar, de forma más productiva que como los hemos hecho hasta ahora, del espacio polarizado y fijo en el que se han convertido el espacio público y la supuesta neutralidad de las discusiones sobre políticas públicas. Esto requiere de todos nosotros revisión constante de lo que creemos, pensamos y sentimos y para eso necesitamos dialogar con otros y ser responsables de nuestras opiniones frente a otros. No necesitamos enseñar una lista de virtudes ni idealizar una lista de personajes, por más admirables que sean, debemos debatir y poner el sentido a circular para que las ideas no pierdan su plasticidad natural y se fosilicen en clichés o arengas.
Ahora bien, el gran supuesto de todas estas aproximaciones es la creencia en que los seres humanos somos fundamentalmente racionales y que podemos transformar nuestras creencias dialogando. Así, hablar de ética pública es, al mismo tiempo, cultivar las condiciones básicas para tener un diálogo sostenido, receptivo y riesgosamente transformador. De aquí en adelante la idea es hacer este ejercicio dialógico con temas importantes y que se resisten a respuestas automáticas a partir de reglas, carismas, y control disciplinario.
* Columnista invitada y Director de Ética Pública del Tanque de Pensamiento Al Centro.