Hablemos de ética pública

Por: María Juliana Rojas y Nicolás Parra*

Eventos recientes, como el caso Odebrecht, la captura del Fiscal Anticorrupción, y el Cartel de la Toga, abrieron el campo discursivo para hablar de ​ética pública ​en Colombia. Es usual iniciar debates sin precisar los términos que utilizamos. La discusión sobre la ética pública no es la excepción. ¿Acaso quienes hablamos de ética pública ​sabemos ​qué significa? ¿Acaso hablar de ética pública nos hará mejores ciudadanos? ¿Acaso para hablar de ética pública debemos, primero, ser éticos? No lo sabemos. Por eso, queremos en esta columna dar “un paso atrás” en un debate que ya ha iniciado e identificar formas en las que algunos se han aproximado a esta idea. 

El discurso de posesión del Procurador Fernando Carrillo institucionalizó el término al afirmar que “Colombia requiere de desarrollo, pero antes que nada de una infraestructura ética que promueva la integridad y la probidad”. A esta aproximación a la conversación, la llamaremos ética constitucionalista. ​Para Carrillo, la crisis institucional que hoy nos afecta, “surgió cuando la ética pública se desvaneció ​y dejó de ser esencial para formar nuevos ciudadanos: honestos, educados; dispuestos a hacer respetar la Constitución, fortalecer la democracia y promover la convivencia”. La ética pública consiste, así, en que los funcionarios públicos respeten la Constitución y fomenten virtudes cívicas. El problema de esta aproximación  es que asume que lo público es únicamente el mundo institucional y que la actual función disciplinaria es el principal remedio para esta enfermedad. Además, olvida que el hecho de que hacer la Constitución realidad en la vida cotidiana exige de ejercicios de reflexión práctica e interpretativa para leer sus valores y principios a la luz de lo que demanda la situación específica.

La segunda aproximación es la ​ética personalista ​que consiste en identificar a un modelo en la sociedad y afirmar que ejercer la ética pública es actuar conforme a ​o similar ​a una​persona que colectivamente es aprobada por un grupo social amplio y considerada como ética. Emular los gestos de estas personas es para algunos una forma de ejercer la ética pública. Responder al matoneo y la burla por los movimientos producidos por el Parkinson con un “gesto noble” y utilizar “el perrito de taxi” para apiadarnos de los demás es algo imitable. En palabras de Mockus, “Decir cosas con palabras es una opción, decir cosas con pequeños trayectos de acción es otra”. Con ello dejaba entrever que la ética no era una serie de reglas, principios y valores que emanaba de la Constitución o de alguna fuente moral, era la lucha cotidiana de forjar un carácter. Sin embargo, uno de los problemas de personalizar la ética es crear una lógica de dependencia a la autoridad carismática y ​replicar un mesianismo que nos impide pensar por nosotros mismos y reconocer que nuestros contextos vitales y prácticos, nuestro margen de influencia y la audiencia que nos escucha es distinta a la de estas personalidades. Más aún, nos lleva a suponer que la ética es un asunto de pureza y no una lucha permanente con nuestras contradicciones. 

La tercera aproximación, la ​ética del decálogo, ​consiste en proferir unos “mandatos”, “diez mandamientos” o reglas que debemos adoptar para ser éticos. Un buen ejemplo de esto es el Código de Integridad elaborado por el Departamento Administrativo de la Función Pública, a través del cual “se busca sistematizar, de manera pedagógica y sencilla, la guía, sello e ideal de cómo deben ser y obrar los servidores públicos”. La motivación de esta iniciativa es, entre otras cosas, contrarrestar la percepción generalizada que tienen los ciudadanos de los funcionarios públicos. Además de incluir una definición de valores como la honestidad, el respeto y la diligencia, entre otros, el Código presenta reglas más específicas: “lo que hago” y “lo que no hago”. Así, por ejemplo, honestidad se define como actuar “siempre con fundamento en la verdad, cumpliendo mis deberes con transparencia y rectitud, y siempre favoreciendo el interés general”. Dentro del marco de la honestidad, el Código me indica “qué no hago”, por ejemplo, “[n]o le doy trato preferencial a personas cercanas para favorecerlos en un proceso en igualdad de condiciones”. Algunos ciudadanos han tratado de abordar la discusión sobre la ética pública responsabilizando a las instituciones en tanto facilitadoras del proceso formativo de “ciudadanos íntegros”. Así, los colegios y universidades han respondido incluyendo la “enseñanza basada en valores” en sus currículos y proyectos educativos. 

El problema de hacer una lista de valores o comportamientos deseados es, por un lado, mantener la vaguedad de los valores: la honestidad se define en el caso de nuestro ejemplo en términos de transparencia y rectitud, pero ¿qué es transparencia y qué es rectitud?, ¿por qué queremos defender la transparencia o la honestidad?, ¿qué pasa si, para ser respetuoso con otra persona, debo omitir algunos comentarios potencialmente hirientes pero sinceros? Desde este punto de vista, además, la ética resulta ser un tema de obediencia o conformidad y no de reflexión. El buen ciudadano actúa de acuerdo a un “checklist” de conductas deseables y no como resultado de un cuestionamiento a la luz de la experiencia concreta.

A comienzos de este año, la Revista Arcadia abordó este espinoso tema de hablar de ética. Reconoció que hablar de ética es semejante a dar un sermón de un elegido quien supuestamente tiene acceso al bien y puede compartirlo con los demás. Reconoció, además, que hablar de ética de esta forma tiene dos problemas, la presunta legitimidad de quien se eleva percibiendo como ético y el hecho de que hoy nadie está abierto a recibir un sermón de terceros. 

Sin embargo, para hacer ética, alguien tiene que jugársela por una postura que inicie la conversación. Creemos que el camino para abrir nuestros debates políticos y nuestro espacio público no es llenar el vacío con decálogos, valores o procedimientos. En muchos de estos casos, corremos el riesgo de repetir los lemas, de amplificar las fórmulas clásicas “no a la corrupción”, “lo público prima sobre lo privado”, y otras más. La ética es ante todo un diálogo. De este modo, creemos que la única forma de hacer ética pública es hablar ​sobre las cosas que nos importan como ciudadanos, examinar nuestras actitudes dialógicas, visibilizar cómo nuestras experiencias nos sitúan frente a otros y articular qué nos incomoda de las ideas ajenas  y por qué. 

Así, la propuesta es entender por medio de la experiencia del diálogo que la democracia y el ser en común son una pregunta y un proyecto: la pregunta por qué significa ser un buen ciudadano. Debemos participar en conversaciones más intensas en las que formulemos cuidadosamente nuestros argumentos, nos enfrentemos estoicamente al desacuerdo y escuchemos genuinamente otras versiones de la realidad. Necesitamos diálogos que nos afecten y  ayuden a escapar, de forma más productiva que como los hemos hecho hasta ahora, del espacio polarizado y fijo en el que se han convertido el espacio público y la supuesta neutralidad de las discusiones sobre políticas públicas. Esto requiere de todos nosotros revisión constante de lo que creemos, pensamos y sentimos y para eso necesitamos dialogar con otros y ser responsables de nuestras opiniones frente a otros. No necesitamos enseñar una lista de virtudes ni idealizar una lista de personajes, por más admirables que sean, debemos debatir y poner el sentido a circular para que las ideas no pierdan su plasticidad natural y se fosilicen en clichés o arengas. 

Ahora bien, el gran supuesto de todas estas aproximaciones es la creencia en que los seres humanos somos fundamentalmente racionales y que podemos transformar nuestras creencias dialogando. Así, hablar de ética pública es, al mismo tiempo, cultivar las condiciones básicas para tener un diálogo sostenido, receptivo y riesgosamente transformador. De aquí en adelante la idea es hacer este ejercicio dialógico con temas importantes y que se resisten a respuestas automáticas a partir de reglas, carismas, y control disciplinario.

* Columnista invitada y Director de Ética Pública del Tanque de Pensamiento Al Centro. 

La cultura como integradora del mito samario

Por: Ernesto Forero*
@ErnestoForero

El homo sapiens había poblado África oriental hace 150.000 años; sin embargo, solo hace unos 70.000 años fue que empezaron a invadir el resto del planeta Tierra y llevar a la extinción a otras especies humanas. ¿Por qué?

En la respuesta a esta pregunta puede estar el secreto para garantizar que una población disímil y compleja, como la de cualquier ciudad o departamento de nuestro país, trabaje en aras de un propósito común. Y cómo la cultura puede contribuir a la conquista de dicho propósito. El profesor Yuval Noah Harari, autor del libro Sapiens: De animales a dioses: Una breve historia de la humanidad, atribuye este logro del homo sapiens a una revolución en las capacidades cognitivas, en virtud de la cual aparecieron nuevas maneras de pensar y comunicarse. Harari aduce que esta revolución cognitiva fue el resultado de mutaciones genéticas accidentales que cambiaron las conexiones internas del cerebro de los sapiens, lo cual denominó poéticamente “la mutación del árbol del saber”.

Lo novedoso del nuevo lenguaje (y disculpen la tautología) fue su capacidad para combinar un número limitado de sonidos y señales para producir un número infinito de frases, cada una con significado distinto, lo cual permitió comunicar una cantidad de información sobre el mundo que nos rodea. El profesor Harari lo ilustra con el siguiente ejemplo: un mono puede gritar a su manada ¡cuidado! ¡un león!; sin embargo, un humano está en la capacidad de comunicar a sus congéneres que esta mañana, cerca de la orilla del río, vio un león que seguía un rebaño de ovejas, y después describir su ubicación exacta, incluidas las indicaciones para llegar al lugar. Con esta información, los miembros de su grupo pueden deliberar y decidir si se acercan al río y ahuyentan al león o aprovechan la oportunidad para cazar las ovejas.

La característica realmente única de este nuevo lenguaje no es la capacidad de transmitir información sobre lo que vemos, sobre ovejas y leones, sino la capacidad de transmitir información acerca de cosas que no vemos, o mejor, que no existen en el mundo material. Leyendas, mitos, dioses y religiones aparecieron por primera vez con la revolución cognitiva. A partir de entonces, la ficción ha permitido al humano no solo imaginar cosas, sino hacerlo de manera colectiva, lo cual ha permitido a su vez que los humanos cooperen efectivamente en gran número sobre la base de un imaginario colectivo. Esta es la razón por la que los sapiens dominan el mundo.

Con fundamento en la anterior, el profesor Harari sostiene que cualquier cooperación humana a gran escala (un estado moderno, una iglesia medieval, una ciudad antigua o una tribu arcaica) está establecida sobre mitos o realidades imaginadas comunes que

solo existen en la imaginación colectiva de la gente. Pese a no conocerse, sostiene Harari, dos serbios pueden arriesgar su vida para salvar el uno al otro porque ambos creen en la existencia de la nación serbia, en la patria serbia y en la bandera serbia. Dos abogados pueden, pese a no conocerse, combinar sus esfuerzos para defender a un extraño porque todos creen en la existencia de leyes, justicia y derechos humanos.

Ninguna de las cosas anteriormente dichas existe en el mundo material; no hay naciones, ni derechos humanos, ni leyes, ni justicia fuera de la imaginación común de los seres humanos. Desde la revolución cognitiva, los seres humanos viven una realidad dual. Por un lado, la realidad material de los ríos, árboles y leones; y por el otro, la realidad imaginada de dioses, naciones, instituciones. Lo paradójico, afirma Harari, es que con el tiempo la realidad imaginada se hizo cada vez más poderosa, al punto que en la actualidad la supervivencia de ríos, árboles y leones, depende de la gracia de entidades imaginadas tales como dioses, naciones y corporaciones.

Ahora bien, qué tienen que ver los planteamientos del profesor Yuval Harari con el Tanque de Pensamiento Al Centro.

Desde el Capítulo Magdalena consideramos que la realidad imaginada o el mito del “ser Samario”, en virtud del cual la población está en la capacidad de cooperar efectivamente entre sí, está fracturado, o peor aún, es inexistente. Y esto, siguiendo la lógica de Harari, ha impedido a sus habitantes cooperar en beneficio común, como sucedía con el homo sapiens previo a la mutación del árbol del saber. El mito de “ser Samario” es gaseoso, poroso, y no está bien consolidado, y es precisamente a través de esas fisuras por donde se escapan las oportunidades de un mejor futuro.

En contraste observamos cómo el mito de ser “Barranquillero” o “Paisa”, está mucho mejor estructurado y colectivamente compartido. Nada más basta visitar Barranquilla o Medellín y hablar con sus habitantes para captar los efectos del mito que los hace estar convencidos que son más grandes, mejores, y que todo lo pueden lograr. Esta creencia colectiva de realidades imaginadas ha traído como consecuencia la existencia de una cooperación efectiva entre sus habitantes, que a su vez se ha traducido en un mayor progreso de sus ciudades en comparación con las otras de la misma región e inclusive del mismo país.

La consolidación de un mito o de una realidad imaginada por parte de un colectivo de personas lleva tiempo, y debe partir de puntos comunes. Existen situaciones que contribuyen a la consolidación del mito; por ejemplo, para el caso de Barranquilla el mito del “ser Juniorista” es un integrador muy importante, pues casi que se confunde con el del ser “Barranquillero”. En Medellín la “cultura metro” se interiorizó tanto en la población de la ciudad que es el reflejo casi exacto de lo que representa el mito del “ser Paisa”.

La construcción del mito del “ser Samario” no ha resultado ser tarea sencilla pues sus habitantes han estado expuestos a fenómenos sociales que tienden más a separarlos y atomizarlos que a agruparlos y cohesionarlos. Me refiero, entre otros, a fenómenos como desplazamientos forzados con asentamientos de nuevas poblaciones no autóctonas,

ausencia institucional, violencia, narcotráfico, desprestigio, ausencia de liderazgos positivos.

No obstante, hay un punto que, a pesar de las dificultades sociales y económicas de la población, resulta común a todos los habitantes y es la “cultura”, entendida como el conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico o industrial de los habitantes de la región. Si bien se trata en sí misma de una realidad imaginada, de la cultura pueden extraerse elementos que permiten hilvanar el mito “Samario” hasta llegar a su consolidación. Aun sin proponérselo, todos los habitantes de un área geográfica contribuyen de manera inexorable a la conformación de la cultura, la cual es un ente vivo en constante transformación.

La cultura de la región de Santa Marta y el Magdalena se ha alimentado, enriquecido y tiene la fuerza de los antepasados indígenas, de los colonos españoles, de los negros africanos, de la diáspora italiana que se asentó en las márgenes del Río Magdalena, de la colonia libanesa y siria, de la población guajira y santandereana, y más recientemente de la migración venezolana. Es un río conformado por modismos, estética, acentos, gustos, códigos éticos, ideas, imaginario visual, y otros muchos elementos, todos agrupados en un solo cuerpo distinto de los anteriores, que permea a todos los que habitan la región.

Debe ser con fundamento en este conjunto de realidades imaginadas que debe tomarse consciencia de que el mito existe y que toda la población es parte de ese “ser Samario”, lo cual conllevará a una alineación y reconocimiento colectivo de gustos, de intereses, de pilares éticos, de ideas y finalmente de prioridades para sus habitantes. Estas prioridades podrán ser conseguidas como resultado de la cooperación colectiva eficiente, que venza el pensamiento individualista y atávico que ha mantenido a la población estancada en una realidad social y económica de siglos pasados.

*Director Temático para el Departamento del Magdalena.

Integridad pública y confianza en el Estado: una buena inversión

Por: Paulius Yamin*
@Pauliusyamin

En Junio del 2017, dos noticias fueron difundidas en los principales medios de comunicación de Colombia: el Director Nacional Anti-Corrupción de la Fiscalía había sido capturado por acusaciones de corrupción, y el Secretario de Seguridad de Medellín había sido capturado por acusaciones de hacer pactos con bandas criminales para capturar otros criminales.

Estas noticias fueron apliamente difundidas por los medios en Colombia (y varios internacionales) como pocas veces ha sido noticia el trabajo de cientos de miles de servidores públicos que todos los días trabajan en hospitales, escuelas, cuarteles y oficinas para hacer nuestra vida mejor. Pero por más desalentadoras que puedan parecer, también muestran por qué la importancia de la integridad pública va mucho más allá de la pérdida de dinero. La integridad pública es esencial porque está ligada con un factor que puede tener un impacto incluso mayor en el funcionamiento de la democracia: la confianza en el Estado.

La integridad pública, según la OCDE, es seguir valores y normas éticas que privilegian el bien público por encima de los intereses privados. Aumentar la integridad pública y la confianza en el Estado es uno de los desafíos más importantes que enfrenta Colombia hoy en día. De hecho, el 94% de la población considera que la corrupción en el Gobierno es uno de los problemas más graves del país, mientras que en 2018 Colombia ocupó su peor puesto en la historia en el Índice de Percepción de Corrupción (99 entre 180 países). Además, más de la mitad de personas creen que la corrupción ha aumentado en el ultimo año y que el Gobierno no está haciendo un buen trabajo al respecto. Para la muestra la consulta anticorrupción del 2018 que, a pesar de no haber alcanzado el umbral requerido, obtuvo el apoyo de más de 11 millones de ciudadanos, más de los que ese mismo año eligieron a Iván Duque como Presidente. Un año después de la votación, mientras conocemos los detalles de la red de sobornos más grande de la que se tenga noticia en Latinoamércia con los escándalos de Odebrecht, solamente uno de sus 7 puntos ha sido aprobado, mientras que varios no han tenido ni su primer debate.

Las percepciones que las personas tienen sobre elementos clave de la integridad pública como la ineficiencia (despilfarro de recursos públicos), la corrupción (robo de recursos públicos) y la calidad de los servicios que los ciudadanos reciben están estrechamente relacionadas con los niveles de confianza en el Estado. En nuestro país, el 72% de la población dice tener poca o ninguna confianza en el Gobierno Nacional, mientras que el 81% siente lo mismo sobre los jueces, el 87% sobre el Congreso y el 88% sobre los servidores públicos en general.

Fomentar la integridad pública y la confianza en el Estado no sólo es bueno en teoría: también es una buena inversión. Sin ellas, cualquier meta que el Gobierno alcance será eclipsada por el daño social a largo plazo que crean la corrupción y la falta de confianza en el Estado. Aparte de los efectos directos que la corrupción tiene en los derechos humanos de los ciudadanos, estudios han mostrado que los niveles de confianza en el Estado están relacionados con los niveles de pago de impuestos, con las percepciones sobre qué tan justo es el sistema tributario y la legitimidad de las acciones del Estado, con el comportamiento de los mercados económicos y con la eficacia de las políticas públicas (especialmente las que requieren participación y cumplimiento por parte de los ciudadanos).

Pero a pesar de lo que los casos de corrupción publicitados en los medios parecen sugerir, el comportamiento poco ético no es cometido por personas que son intrínsecamente malas o que solamente le temen a fuertes multas o a la cárcel. Investigaciones psicológicas han mostrado que, de hecho, la gran mayoría de personas nos consideramos honestas y buenas en general, pero también usamos frecuentemente justificaciones para romper las reglas y obtener un beneficio (piense en frases como «no tenía otra opción», «lo hice por mis hijos» o «todo el mundo lo hace»). Y como Antanas Mockus ha investigado, las emociones, los principios morales y el deseo de mantener la imagen positiva que los demás tienen de nosotros también importan mucho en nuestro comportamiento, a veces incluso más que el miedo a las multas o a la cárcel.

Por eso, aunque las medidas tradicionales de control y castigo son necesarias, no son suficientes. Como los que hemos trabajado en el servicio público en Colombia (y sospecho que en muchos otros países) reconocemos fácilmente, tener buenas leyes, instrumentos técnicos y sanciones es necesario, pero no siempre garantiza transformaciones reales en las creencias y comportamientos cotidianos de los servidores públicos y los ciudadanos.  

Pero si estas medidas no siempre son suficientes, ¿qué más podemos hacer? Varias experiencias prácticas en Colombia y el mundo han comprendido que los cambios sostenibles se crean a partir de movimientos colectivos y no de mandatos impuestos desde arriba, y están tratando de aprovechar los hallazgos de las ciencias psicológicas y del comportamiento para transformar las creencias y compotamientos de los servidores públicos y ciudadanos. Uno de los puntos clave en este sentido es generar transformaciones en los ámbitos en los que los ciudadanos más se relacionan con el Estado, empezando por la forma en que reportamos las actuaciones de los políticos y servidores públicos (que conocemos sobre todo a través de escándalos en los medios de comunicación) y la calidad de los trámites y servicios que reciben los ciudadanos.

Cambiar creencias y comportamientos no es fácil. Pero como mostré en mi anterior columna, tampoco es imposible. Pequeñas iniciativas que no requieren muchos recursos pueden tener un gran impacto, y muchas veces basta con un grupo pequeño de personas que se comprometan con el cambio y con inspirar a otros a que cambien también. En la siguiente entrega de esta columna, presentaré 3 iniciativas locales en las que he trabajado en los últimos años y que a pesar de su escala limitada, muestran ejemplos concretos de cómo instituciones, servidores públicos y ciudadanos pueden generar procesos de acción colectiva para aumentar la integridad pública y la confianza en el Estado en sus ámbitos cotidianos.

*Director de Cultura Ciudadana del Tanque de Pensamiento Al Centro. Investigación de contexto realizada por Lara Geermann .

Luchando contra la corriente

Por: Juan Carlos Losada Vargas*.
@JuanKarloslos
@juancarloslosadavargas

Existen momentos en la vida de una persona que marcan definitivamente su destino; el mío fue cuando descubrí, a través de la filosofía, la meditación y el yoga, que la razón de mi existencia estaba en servir y luchar por aquellas causas que defendieran todas las formas de vida, el ambiente y los animales.

Por esta razón decidí asumir un liderazgo social; primero, dando cursos de yoga y meditación, luego, generando conciencia ciudadana con el movimiento “misión respira planeta” y posteriormente incursionando en la política.

Desde este último escenario, he llegado al Congreso de la República de Colombia en dos ocasiones como Representante a la Cámara por la circunscripción de Bogotá D.C., abanderando sin temor estas causas de vida e impulsando iniciativas reales que contribuyan a cambiar nuestros viejos paradigmas frente a la forma de ver y relacionarnos con ese otro ser vivo, que nos rodea y con quien convivimos, pero que tradicionalmente invisibilizamos, utilizamos, explotamos y extinguimos, sin ningún tipo de consideración, pues hemos creído que nos pertenecen y existen exclusivamente para satisfacer nuestras necesidades.

Por ello mi primer proyecto, que hoy es la Ley 1774 de 2016, fue para cambiar la condición de los animales en el Código Civil, de cosas a seres sintientes, y para penalizar los actos de maltrato cometidos en su contra. Esta reciente norma ha logrado, poco a poco, desestimular el maltrato animal en el territorio nacional e instaurar una cultura de protección y bienestar que llevó incluso a que la Fiscalía General de la Nación creara un grupo especial para judicializar de forma efectiva los actos crueles en contra de los animales.

De igual forma soy autor de sendas iniciativas legales que cursan actualmente en el Congreso que buscan prohibir en Colombia las corridas de toros, los plásticos de un solo uso, el testeo en animales para fines cosméticos, así como del primer Código Nacional de Protección y Bienestar Animal en Colombia -el más avanzado de Iberoamérica- y una reforma integral al capítulo de delitos ambientales del Código Penal colombiano, amén de un proyecto de reforma constitucional tendiente a reconocer a la naturaleza y a los animales como verdaderos sujetos de derechos.

Como bien se puede evidenciar, hemos avanzado a través de una acción integral, coherente y armónica para enfrentar los diferentes frentes y grupos de interés que defienden una visión antropocéntrica de la vida y un statu quo que genera incalculables beneficios económicos sin importar las consecuencias y daños causados, ni mucho menos pensar en las próximas generaciones.
Esta causa, que ya no es simplemente local, sino mundial, que propende construir una sociedad que respete todas las formas de vida, es como luchar contra la corriente, pues quienes deberían ser coequiperos a veces se tornan en los mayores obstáculos.

Un reciente ejemplo de ello se aprecia en el contenido y alcance de la Resolución 00350 de 2019 del Ministerio de Agricultura colombiano “por la cual se establecen las cuotas globales de pesca de las diferentes especies bajo aprovechamiento para el año 2020”, iniciativa a todas luces en contravía de los postulados de protección ambiental y animal, pues pretende hacer ver como normal el mantenimiento de cuotas permitidas para pesca artesanal de tiburón y de aletas de tiburón y, además de la autorización de pesca de especies amenazadas como el Carcharhinus falcimformis, el Sphyrna spp y del Sphyrna corona, especie de la que ni siquiera se tienen datos certeros sobre su población mundial.

Según la FAO, el comercio de Tiburón se enfoca en su carne, la piel, el cartílago, el hígado y, el producto más preciado, las aletas. En Asia la sopa de aleta de tiburón tiene un costo de aproximadamente de 1600 yuanes (aproximadamente 200 euros), negocio altamente lucrativo que ha fomentado la implementación de una de las prácticas más crueles: el aleteo.

No podemos olvidar que el aleteo básicamente consiste en la mutilación de las aletas de los tiburones y la devolución del torso del animal, aún vivo, al mar. Sin aletas el tiburón no puede movilizarse y muere desangrado y ahogado en el fondo del océano. Esta práctica que es a todas luces una muestra de la barbarie humana busca evitar la carga del cuerpo completo del animal con el fin de disminuir peso y espacio en las embarcaciones y de obtener el mayor provecho comercial de estos seres vivos que se ven indefensos frente a la maldad de algunos pescadores.

Aunque los ministros de Agricultura y Ambiente colombianos han pretendido desmentir los perversos alcances de la Resolución referida, aún es incomprensible que desde el año 2010 el gobierno nacional no se haya comprometido con disminuir las cuotas autorizadas de pesca de tiburón en aplicación del principio de progresividad. También es inadmisible que en esta nueva resolución se permita expresamente la pesca de especies en posible riesgo de extinción identificadas en el apéndice II de CITES y que, además, se incluya una cuota de pesca permitida para aletas de forma exclusiva.

Lo que se esperaría es que el gobierno colombiano junto con otros del hemisferio implementase medidas tendientes a instaurar modelos de desarrollo económico basados en la protección y conservación de nuestros recursos, dejando de lado, de una vez por todas, los modelos de explotación en los que arrasamos con las especies y sus ecosistemas. Debemos suspender de forma inmediata el ejercicio de prácticas crueles con otros seres vivos en las que solo ratificamos nuestra decadencia como especie y nuestra falta de empatía. Tenemos que asumir nuestro papel como guardianes del planeta en el que vivimos, dejando de lado el papel de destructores que hemos adoptado en el último siglo.
Proteger los mares, los bosques, la selva y el agua es una tarea que nos compete a todos y que requiere nuestro compromiso permanente. Debemos asumir su defensa y luchar porque las personas que alcanzan los puestos de poder en nuestros países tengan el mismo compromiso, de otra manera seremos cómplices de la masacre ambiental que estamos enfrentando y de la debacle que nos espera en cuestión de años en los que estaremos preguntándonos por qué no actuamos distinto cuando aún podíamos hacerlo.

Por ello, sacar adelante los proyectos de ley del Código Nacional de Protección y Bienestar Animal y la reforma integral al capítulo de delitos ambientales del Código Penal colombiano, son una prioridad inaplazable. No tenemos mucho tiempo para salvarnos de nuestra propia extinción.

*Columnista Invitado del Tanque de Pensamiento Al Centro y Representante a la Cámara del Congreso de Colombia.

Las acciones populares en la contratación estatal

Por: Gustavo Hernández Espinosa *

La protección del patrimonio público y la lucha contra la corrupción en la contratación estatal ha llevado a la utilización de diversos mecanismos. Es el caso, por ejemplo, de la expedición indiscriminada de normativa, en especial estatutos anticorrupción, y el acudir a mecanismos creados en la Constitución Política de 1991, como las acciones populares. Aun cuando conviene evaluar uno y otro en cuanto a los resultados que efectivamente están teniendo, en el presente nos centraremos en el segundo aspecto enunciado: las acciones populares en la contratación estatal.

Ello debido a la tendencia de acudir a las acciones populares para impedir la celebración y ejecución de contratos estatales, en especial por considerarse que se atenta contra la moralidad administrativa. Sin duda la inversión de los recursos públicos mediante contratos estatales es un interés colectivo y la procedencia de acciones populares es legitima como mecanismo de control ciudadano; no obstante, es relevante evaluar la capacidad que esta acción está teniendo para incidir en contratos estatales, que deben llegar a finalizarse para cumplir con su objetivo de generar bienestar a la comunidad.

Si bien es factible la interposición de acciones populares por cualquier afectación a un derecho o interés colectivo, enunciado o no en la normativa aplicable – Ley 472 de 1998 -, la moralidad administrativa es uno de aquellos sobre los cuales con mayor frecuencia se pretende su protección en el marco de contratos estatales. Aun cuando se han proferido múltiples fallos con el ánimo de definir este concepto, sigue pareciendo tan subjetivo como el de interés o derecho colectivo o, inclusive, el de corrupción.

Como se ha venido mencionando, la interposición de acciones populares puede – entre otras – impedir la celebración del contrato, así como interrumpir su ejecución. Lo anterior dependiendo de si se interponen en el proceso de selección o durante su ejecución. En uno u otro escenario la prosperidad de la acción popular o su medida cautelar podrá generar que un contrato estatal – o uno potencial- no se lleve a cabo y, por ende, no se cumpla la finalidad que se previó en beneficio de la colectividad. En esta medida se justifica un análisis de la figura.

Teniendo en cuenta los importantes efectos que las acciones populares pueden tener en contratos estatales y lo subjetivo que el concepto de intereses colectivos y moralidad administrativa puede suponer, es pertinente señalar que las acciones populares se previeron para que sean fácilmente interpuestas, sin requisitos previos y por cualquier persona que considere lesionado un derecho colectivo. Ello es loable. Sin embargo, es innegable que lo anterior supone un amplio margen de hechos, pretensiones y objetivos con los cuales se pueden interponer las acciones populares.

En efecto, nada obsta para que la utilización de las acciones populares persiga fines particulares o políticos y no comunes, por cuanto, se reitera, el concepto de derechos o intereses colectivos y de moralidad administrativa – así como el de corrupción – carecen de definición y, aunado al amplio margen con que cuentan las acciones populares, no es garantía que estas no se utilicen para los fines antes enunciados. Lo anterior sin perjuicio del debate que surge sobre aquellas acciones populares que si bien se dirigen a proteger intereses colectivos, por conveniencia no deben afectar la celebración o ejecución de contratos estatales, al ponderar el interés o derecho y la finalidad que pretende el contrato estatal, siendo ambos colectivos.

Teniendo en cuenta la importancia del debate es pertinente el análisis de múltiples acciones populares interpuestas en el marco de contratos estatales. Sin embargo, para efectos de ejemplificar la cuestión conviene hacer mención a tres proyectos en los cuales se han interpuestos acciones populares en Bogotá D.C.: Transmilenio por la Carrera Séptima, renovación de la flota de Transmilenio, y el Metro de Bogotá. Sin entrar a debatir respecto de cada caso en particular en cuanto a sus pretensiones y procedencia, se evidencia que en todos se tiene – o se tenía – el objetivo de mejorar la movilidad en la Capital, lo que insistentemente se solicita por parte de la cuidadanía. No obstante, en ocasiones antes de poder considerar la suscripción de los contratos, estos deben someterse a una acción popular que sin un criterio previo definido, pueden ser falladas en cualquier sentido. Inclusive, en ocasiones se interponen más de una acción popular por proyecto. En consecuencia, los fallos de acciones populares que puedan proferirse en el marco de contratos estales pueden afectar en gran medida los recursos públicos, la confianza en la inversión y la consecución de proyectos que satisfagan el interés general.

Los contratos estatales se planean y suscriben para el cumplimiento de los fines del Estado, por lo que impedir su celebración o interrumpir su ejecución por medio de acciones populares debe ser una decisión excepcional, racional y ponderada. En efecto, la interposición de estas acciones no debe lograr el efecto contrario al pretendido – proteger un interés colectivo –, mediante una afectación mayor al frenar la ejecución de un contrato con importante impacto sobre la comunidad.

  • Columnista invitado del Tanque de Pensamiento Al Centro.

Babyboomer a Centennials: Fuentes de Emprendimientos

Por: Ernesto Fabian Sampayo *

Si buscamos en Google encontramos que la palabra Millennials genera más de 92 millones de resultados, muy por encima de Baby Boomers (con 30 millones) y Centennials (con 0.9 millones).

Hoy la tendencia es hablar de millennials pero en un futuro serán más tienes hablen sobre los centennials. Y así continuaremos encontrando información a medida que nuestra especie siga evolucionando. Necesitamos darles nombre a las cosas para poder moldearlas.

Las generaciones son un concepto que permiten entender la historia e interpretar la manera de actuar de personas nacidas en ciertos ciclos de la vida. Gracias a William Strauss y Neil Howe escuchamos hablar de diferentes generaciones clasificadas en ciclos de 20 años, que exponen que a través de la infancia, juventud, adultez y vejez, el ser humano vive momentos de cumbre, despertar, desengaño y crisis .

Todo son ciclos, y estos se repiten, por lo que pueden ser fuente para crear una nueva idea o reformular un negocio que desee evolucionar. Si estudiamos el caso de las redes sociales podemos ver cómo se han ido adaptando al usuario: iniciaron con My Space o Hi5, luego Facebook tomó el liderazgo absoluto generando casi un monopolio. Sin embargo, para los jóvenes el gigante azul ya es de viejos. Hoy se habla de Instagram o incluso de “TikTok” una nueva ‘app’ de contenidos audiovisuales.

Este mercado dio origen a otro: las aplicaciones. El mundo empezó a sentir una necesidad de estar conectado con la información, de estar “ocupado” constantemente. Hoy se habla de Revolución 4.0 y de cómo el Internet de las Cosas va a incrementar nuestra calidad de vida y hemos empezado a ver a nivel mundial una serie de cambios que conducen a una crisis mundial por la carrera hacia las nuevas tecnologías como las 5G. Estas redes van a abrir la puerta a lo que en Japón han denominado una sociedad 5.0, donde el gran reto es la cultura y cómo ese flujo de información permitirá optimizar diferentes elementos de una ciudad. Alvin Toffler mencionaba en su libro La Tercera Ola que el gran reto de las nuevas generaciones será “aprender, desaprender y re aprender”.

Y este “re aprendizaje” involucrará que encontremos constantemente nuevas ideas de negocio, por lo que se abre una época de oro para el desarrollo de nuevas iniciativas. Nos encontramos en un ciclo donde la conectividad permitirá dar fuerza a tecnologías como el Blockchain donde el internet de la información evolucionará al internet del valor. La pregunta para ti: ¿Qué emprendimiento quieres realizar en tu vida? La calidad de la respuesta será la calidad del negocio que construirás.

Recuerda que siempre hay ciclos y podemos aprender de ellos para diseñar un producto y servicio ajustado al perfil de nuestro usuario. Te comparto un video que captó mi atención y me hizo pensar que ya no hay Millennials, Baby Boomers, o Centennials, ahora hay Generación CX. Una generación con unas creencias y hábitos particulares que demandan ofertas diferenciadoras.

  • Columnista invitado del Tanque de Pensamiento Al Centro..