Primeras Damas, el rol menos moderno de los gobiernos
Por: Carolina Fierro y Laura Herrera
Todo indica que la primera vez que se usó el término “primera dama” fue por parte de la periodista Mary Clemmer Ammnes al referirse a Lucy Webb Hayes en 1877. La primera dama es un rol que por estos días vale la pena cuestionar porque es una mujer que tiene vida propia, carrera propia pero que por ser la compañera o esposa de un presidente se le pone en una posición difícil: no le será fácil seguir ejerciendo su carrera y en cambio tendrá que asumir un papel protocolario que la encasilla en determinados temas.
En Colombia, el papel de la primera dama es uno que se resiste a evolucionar y modernizarse, de hecho, actualmente es poco congruente con la revolución y empoderamiento femenino que hemos promovido, sobre todo, en los últimos años. El rol de la primera dama es uno basado en enormes estereotipos: demostraciones muy femeninas como abrazar niños, hacer obras de caridad, permanecer bajo perfil, ser una esposa leal y comprensiva, una madre ejemplar y una mujer discreta. De hecho, muy pocas veces se sabe la carrera profesional de las primeras damas, su trayectoria laboral y sus contribuciones desde su profesión.
Los medios han jugado un papel determinante en este imaginario gracias a la manera en que se han hecho los encuadres noticiosos al rol de las primeras damas. El despliegue noticioso que hace de ellas está enfocado en su vestimenta, en el rol maternal y en las obras de caridad que realizan. Betty Wilnfield encontró que la prensa ha definido a las primeras damas de acuerdo a lo que las mujeres “deben” representar conforme a las normas sociales, y en su investigación planteó cinco roles principales: escolta presidencial, anfitriona de la nación, altruista, directora de un programa en pro de la niñez o asesora presidencial debido a su cercanía al primer mandatario.
Solo por recordar: María Juliana Ruiz es abogada; María Clemencia Rodríguez, diseñadora gráfica; Lina Moreno, filósofa; Nohra Puyana, periodista por mencionar algunas profesiones de nuestras primeras damas que fueron archivadas mientras se les asignó una labor dedicada a la niñez. Tal vez la única primera dama de los últimos años quien ha combinado el mandato tradicional de atención a la niñez con programas concretos y duraderos, ha sido Ana Milena Muñoz quien creó y promovió programas como COLFUTURO BATUTA, los cuales impulsó desde inicios de la década de los 90 y hoy siguen vigentes. Cabe recordar que en 1993 el debate sobre sus actividades se centró en la fundación Colfuturo, de la que había sido nombrada presidenta vitalicia. En aquel momento la Corte Constitucional determinó que «el llamado Despacho de la Primera Dama no puede serlo más, por ser ella una persona privada y carecer el despacho mismo de funciones». Así mismo decidió que «la Primera Dama no puede desempeñar labores propias de empleados públicos, pues ella como esposa del presidente es una persona particular».
Por otro lado, muy distinto sería el caso si fuera una mujer la presidenta. Seguramente su esposo no posaría alzando niños, haciendo obras de caridad y tampoco sería despellejado por el color de corbata que decide usar, si es que la usa. Lo más probable es que siguiera ejerciendo su labor en el sector privado o en alguna entidad del estado que no causara conflicto con la presidenta de la república.
En 1994 la Corte Constitucional emitió un concepto jurídico definiendo el rol de la Primera Dama en el Estado colombiano. Según la Corte, ella puede formar parte de la junta directiva del Instituto de Bienestar Familiar e incluso puede ser nombrada en un cargo público que no dependa del Presidente de la República ni de sus ministros ni de sus jefes de departamento, de directores de entidades descentralizadas. Pero a su vez, la Corte la encasilla ya que sostiene que la primera dama puede tener iniciativa en materia de asistencia social y en labores de beneficencia o en actividades análogas. Los mismos temas, los mismos estereotipos.
Hoy se ven en el mundo ejemplos como el de Jill Biden, esposa del recién elegido Presidente de Estados Unidos Joe Biden, quien anunció que seguirá trabajando como profesora lo ha hecho desde 2009 en el Northern Virginia Community College convirtiendose en la primera Primera Dama en continuar con su trabajo pago fuera de la Casa Blanca. O Angélica Lozano, la esposa de la alcaldesa Claudia López y quién siguió ejerciendo su trabajo como Senadora de la República.
Hay que romper estereotipos, arriesgarse marcando un precedente: la primera dama es una mujer con vida propia.
*Directora de Reputación y Rendimiento Corporativo y de Comunicación Política
El Covid-19, una oportunidad para ser felices y vivir en la ciudad de los sueños
Por: Ernesto Forero
En el presente artículo analizaremos cómo el Covid-19 ha obligado a los profesionales a cambiar la forma en que prestan sus servicios y cómo este cambio permitirá a las personas vivir en la ciudad de sus sueños. Así mismo, mencionaremos cómo esta posibilidad representa una oportunidad para las ciudades, la cual obliga a las administraciones locales a implementar estrategias para su materialización.
Antes del Covid-19, la prestación de servicios tenía una importante dependencia en el contacto físico entre proveedores y clientes. Una reunión, un café, un trago, un estrechón de manos, una palmada en la espalda, una mirada a los ojos, eran indispensables para ofrecer y contratar los servicios de un profesional. No quiere decir que antes del Covid-19 no existiera algún tipo de virtualidad en la relación proveedor/cliente, claro que la había. Todos habíamos utilizado algún sistema de videoconferencias antes. Sin embargo, no existía el convencimiento real de la virtualidad como estrategia para un crecimiento comercial.
La virtualidad en la prestación de servicios antes de la pandemia se veía todavía lejana. Inminente sí, pero lejana. El Covid-19 desvirtuó esa lejanía, y lo que iba a ser, hoy ya es. En la actualidad, la mayoría de los profesionales (por no decir todos) están prestando sus servicios desde la distancia, reemplazando el contacto físico por el contacto virtual, superando así esa vieja dependencia en lo físico. Hoy las personas pueden prestar servicios y atacar mercados en ciudades distintas al de su residencia desde la comodidad de su estudio u oficina.
Esta situación ha empezado a redibujar la relación entre las personas y la ciudad de su residencia. Antes del Covid-19, la mayoría de las personas escogían la ciudad de su residencia basados en un aspecto meramente profesional o laboral. Las personas decidían vivir en determinada ciudad porque allí estaban las oficinas de la empresa empleadora, de su clientela, o del negocio familiar. Salvo el caso de las poblaciones flotantes propias de las ciudades turísticas, la presencia física de una persona en una ciudad dependía de un elemento laboral o profesional.
Gracias a la virtualidad impuesta a la fuerza por la pandemia, las personas podrán escoger el lugar de residencia con base en criterios distintos al laboral o profesional. Ahora las personas podrán vivir en el lugar que los haga felices. Al haber eliminado el contacto físico como requisito sine qua non para ofrecer o prestar servicios profesionales, nada impide a una persona prestar sus servicios a un cliente ubicado en Manizales, encontrándose físicamente en La Guajira, en Santa Marta o en Barú. Su cotidianidad puede incluir actividades que lo llenen de felicidad. La conexión que existía entre las personas y las ciudades de residencia podrá estar hecha de un material distinto al profesional. Las personas podrán vivir en el lugar de sus sueños sin que ello implique renunciar a sus metas profesionales.
Es revolucionario. ¿No?
Esta nueva realidad representa una oportunidad muy interesante para todos los profesionales, naturalmente; pero también se presenta como una gran oportunidad para las ciudades, especialmente para aquellas que por sus condiciones naturales tienen vocación de ser consideradas como lugares de residencia permanente. Ciudades pequeñas y medianas con poca actividad industrial y/o comercial pueden resultar siendo destinos predilectos de ejecutivos y profesionales que antes del Covid-19 solo podían conformarse con visitarlas unas pocas semanas al año. Esta potencial fuga de profesionales (y sus familias) hacia ciudades pequeñas y medianas se presenta como una oportunidad para insertar en sus respectivas economías a un nuevo segmento de la población con buen nivel de ingresos y buena capacidad de gasto, que demandará bienes y servicios.
Ni los Planes de Ordenamiento Territoriales ni los Planes de Desarrollo pre-Covid podrían haber previsto esta posibilidad. Pero una vez identificada, no pueden desconocerla. Es deber de todos los gobiernos regionales, e incluso del Gobierno Nacional, adelantar metodologías tendientes a identificar potencialidades como ciudades-residencia y diseñar estrategias para materializarlas.
Si bien esta oportunidad es nueva para nuestras ciudades, existen muchos ejemplos de estrategias implementadas por distintos gobiernos de diferentes partes del mundo para atraer nueva población a sus ciudades de las cuales podremos nutrirnos[1]. La invitación a los gobiernos es a ser creativos y aprovechar esta nueva oportunidad que se asoma.
*Director Temático de Magdalena
En términos de homicidios, los árboles no permiten ver el bosque
Por: Freddy Osorio
En términos de homicidios, los árboles no nos dejan ver el bosque
La discusión en la que nos quieren meter el presidente y el Ministro de Defensa acerca de las masacres es inane. El primero insulta la inteligencia de los colombianos al comparar lo incomparable, mientras que el segundo usa una estrategia de tratar de navegar un campo minado semántico. En ambos casos no estamos enfocándonos en el problema: en el país nos estamos matando.
Fuente: Ministerio de Defensa, 2020
Más allá de los bandos, las diferencias, los egos de políticos que quieren mostrar que el país está mejorando, en Colombia han muerto al menos 1.021 personas en eventos donde han muerto 4 o más personas en los últimos 10 años, según el Ministerio de Defensa. El año pasado Medicina Legal reportó 11.630 homicidios. Según cifras de la policía, entre enero y julio del 2020, 6.395 personas fueron víctimas de homicidio. Nada de esto es banal.
El problema no era la cantidad de muertos que ponía el conflicto, sino más bien los muertos que ponemos los colombianos y ocultábamos con la excusa del conflicto.
El engaño estadístico y los debates ocultan que no hemos podido avanzar en la solución a los problemas estructurales relacionados con la lentitud del estado en prevenir las masacres anunciadas. En 28 años aún no hemos aprendido a actuar como estado frente a las advertencias hechas por la Defensoría.
Los observadores externos nos siguen pidiendo actuar ante patrones similares de violencia. Y mientras estamos en discusiones mediáticas, nos seguimos matando. Usar detalles para justificar los homicidios no nos permite ver que nos seguimos matando: los árboles no nos dejan ver el bosque.
*Miembro Fundador
Acoso callejero y espacio público
En una de las pocas ocasiones que he salido a la calle durante la cuarentena, un hombre se me acercó y me dijo unas palabras sobre mi aspecto físico que él consideró apropiadas y que yo percibí como abusivas e impertinentes, además de incómodas. Su mirada intrusa sobre mi cuerpo me asustó. Generalmente sigo sin decir nada, pero en esta ocasión reaccioné y le dije: ¿puede dejar de hacer eso? El hombre hizo cara de intimidación cuando vio que alguien del lugar a donde se dirigía podría percatarse de lo que había hecho. Pocas veces le respondemos a un agresor en la calle, pensé.
En el mundo, entre el 80% y el 100% de las mujeres han sido acosadas alguna vez en la calle. Al igual que el resto de las colombianas, desde muy joven he padecido y normalizado el acoso callejero en sus múltiples manifestaciones. Aunque ese lenguaje verbal y no verbal violento ejercido contra las mujeres puede parecer una banalidad o un capricho, tiene consecuencias negativas en nuestras vidas, por ejemplo, evitar estar en espacios públicos o sentir altos niveles de miedo en lugares como restaurantes, transporte público, parqueaderos, calles o parques. Como sociedad, tenemos la obligación de revisarlo y transformarlo.
El acoso callejero es una forma de violencia contra las mujeres, que hace parte de un continuum cuya manifestación más extrema es el feminicidio. Que el acoso esté normalizado no significa que no sea violencia. Si no lo nombramos como lo que es, no podremos cambiarlo. El informe “(In)seguras en las ciudades” de la organización Plan Internacional reveló que el acoso sexual es el principal riesgo de seguridad que enfrentan las niñas y las jóvenes en el mundo.
En Colombia, la violencia contra las mujeres está concebida por la Ley 1257 de 2008, como “cualquier acción u omisión, que le cause muerte, daño o sufrimiento físico, sexual, psicológico, económico o patrimonial por su condición de mujer, así́ como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, bien sea que se presente en el ámbito público o en el privado.” El acoso callejero restringe el derecho de las mujeres a vivir libres y seguras y es una forma de violencia de género.
Esta violencia es la manifestación pública de muchas otras violencias ejercidas en ámbitos de la vida más privados; y es también un síntoma de que algo no está bien en nuestra sociedad.
Si los hombres en Colombia maltratan a las mujeres en las calles de todo el país, ¿qué garantías de seguridad tendremos en el ámbito privado?
Cuando un hombre en la calle utiliza sus palabras, sus movimientos corporales o su fuerza para relacionarse de manera violenta con las mujeres, está ejerciendo una amenaza de escalada de violencia y está coaccionando a la mujer a abandonar ese espacio, lo que termina en una cadena sin fin de privación arbitraria de la libertad de las mujeres. Esto impacta sustancialmente nuestra movilidad y, en general, el ejercicio de nuestro derecho al espacio público. Las mujeres sabemos que el riesgo de salir a la calle solas es muy alto, nos cohibimos de estar a ciertas horas en el ámbito público y escogemos la forma en que nos vemos tratando de minimizar con esas medidas la violencia sexual en la calle. Ser mujer es, muchas veces, tener miedo de salir a la calle. Las únicas razones: ser mujeres y estar en un espacio público. No existe ninguna justificación para este tipo de violencia.
Estas acciones y comportamientos nos afectan moral y psicológicamente y, en algunos casos, física, sexual y hasta económicamente si esto, por ejemplo, implica restricciones para la movilidad que afecte el ámbito laboral. Sin desconocer que la inseguridad nos afecta a todos, los hombres no padecen esta violencia particular y no se percatan de este tipo de situaciones para tomar ciertas decisiones en su vida cotidiana, lo que de entrada genera condiciones de desigualdad en libertades y derechos.
Una recomendación para los hombres: si creen que el acoso callejero es un chiste o algo sin importancia, pregúntenle a mujeres cercanas a ustedes cómo se sienten cuando salen, qué significa un piropo en la calle, cómo se sienten después de una situación de acoso en un espacio público y cómo han repercutido esos hechos en sus decisiones. Encontrarán varias respuestas de quienes a ustedes jamás se les ocurriría decirle o hacerle lo que tal vez le han dicho a una desconocida en las calles de Colombia, o lo que tal vez han dejado pasar como un chiste.
Para generar un cambio que redunde en beneficio de los derechos y libertades de las mujeres debemos todas y todos rechazar el acoso callejero, hacer cada vez más consientes a las mujeres de la importancia de reaccionar con firmeza frente a estos hechos inaceptables. Los hombres además deben trabajar para transformar su masculinidad y relacionarse de forma más saludable con el mundo y en general con mayor respeto por las mujeres y por ellos mismos. Alrededor del mundo hay varias iniciativas como Men Can Stop Rape, the Coaching Boys into Men program y Man Up Campaign. Finalmente, las ciudades deben ser diseñadas con una perspectiva de género, de tal forma que las mujeres podamos gozar de nuestros derechos y ejercer nuestras responsabilidades de forma segura, libre, tranquila y en igualdad de condiciones.
*Miembro Dirección de Género y Equidad