Por: José A. Hofmann Delvalle*
@JoseAejHofmann
A decir de un proverbio chino, Colombia vive tiempos “interesantes”, es decir momentos de crisis. Tal crisis, se manifiesta en la incredulidad y el pesimismo que los colombianos manifiestan ante sus instituciones. Según los últimos sondeos hechos al respecto, el poder ejecutivo tiene una imagen positiva del 27%; el poder judicial, otrora uno de los más aprestigiados, tiene una credibilidad de sólo el 23%; le sigue el legislativo con un 20% y los partidos políticos tradicionales con un 16%. Tal escenario, donde reina la desconfianza y la falta de programas concretos para solucionar los problemas reales de los ciudadanos, constituye, a decir del politólogo Hernando Gómez Buendía en su columna del diario El Espectador fechada el pasado 02 de Agosto del corriente año, “el vacío perfecto para que cualquier aventurero o demagogo arrastre a la opinión tras la promesa dorada de algún futuro ilusorio”, bien sea que éste provenga de la extrema izquierda o de la extrema derecha. Por eso, hoy, más que nunca surge la necesidad de reivindicar el centro político como garantía de la permanencia de la democracia y los contenidos de la Constitución de 1991.
En efecto, la Carta de 1991, al ser resultado de la experiencia histórica y la participación de los más diversos sectores sociales, plasmó por vez primera en nuestra historia constitucional un claro contenido programático y una serie de equilibrios entorno a diversos temas en aras de lograr la convivencia pacífica entre los colombianos. En otras palabras, alejándose del extremismo que ha caracterizado nuestra historia, optó por ser una constitución cuyos mandatos buscan circunscribir el ejercicio del poder, en la práctica, al centro polìtico. Así, incluyó un amplio catálogo de derechos, pero también fue clara en indicar que todos ellos comportaban el cumplimiento correlativo de un deber –inciso 1º, Art. 95-; reconoció la propiedad y la libre iniciativa privada, pero dentro de los límites del bien común –art.333-; proclamó inequívocamente el carácter unitario del estado colombiano, pero dentro del reconocimiento a la autonomia de las entidades territoriales que lo conforman –art.2- y asi sucesivamente respecto de los principales asuntos que fueron sometidos a su regulación, entre ellos el derecho a la huelga establecido en su artículo 56, objeto del presente artículo.
Este asunto es de especial relevancia y actualidad, como quiera que Colombia enfrenta una conflictividad social creciente. En efecto, a Abril del presente año, de los 261 días transcurridos en el gobierno del presidente Iván Duque, 98 habían registrado algún tipo de protestas o manifestaciones. Ante esta situación, la derecha exige medidas de carácter meramente coercitivo y la izquierda, muchas veces en forma irresponsable, juega a crear caos para debilitar al Gobierno de turno. Es en ese escenario y desde una perspectiva de centro, donde ambas opciones lucen claramente inadecuadas a las preocupaciones de los ciudadanos, siendo indispensable en consecuencia, estructurar una alternativa para responder en forrma simultánea a sus necesidades y los requerimientos de una sociedad cada vez más compleja e interconectada en el marco del acatamiento estricto a la Constitución de 1991.
En este ejercicio, sea lo primero señalar que pese a el carácter creciente del fenómeno y que la Corte Constucional desde sus primeros pronunciamientos, ha reconocido en la huelga “(…) uno de los más valiosos derechos e instrumentos jurídicos con que cuentan los trabajadores para solucionar sus conflictos laborales de carácter económico (…)” –Sentencia C-548/94-, el ordenamiento jurídico colombiano carece de una ley, la cual debería ser estaturia, es decir de rango superior, donde se contengan las directrices específicas necesarias para enfrentar desde una perspectiva de Estado la conflictividad social. Por ello, la Sentencia C- 691 de 2008, indicó, “Constata la Corte que después de tres lustros, el Congreso no ha desarrollado el artículo 56. Por eso se exhortará respetuosamente al Congreso para que lo desarrolle (…)”.
Esa ley, debería tener como puntos esenciales los siguientes: 1) la definición de qué se entiende por servicio público esencial, donde se deberìan incluir no sólo los catalogados por la Organización Internacional del Trabajo, sino también aquellos definidos así por la Corte Constitucional, dentro de los cuales se encuentran servicios como la banca central, el transporte en sus diversas modalidades, las telecomunicaciones; la explotación, refinación, transporte y distribución de petróleo y los servicios públicos domiciliarios; 2) el fortalecimiento de los Medios Alternativos de Resolución de Conflictos en el ámbito colectivo e individual del trabajo, donde incluso deberían incluirse a las Centros de Conciliación de las Cámaras de Comercio; 3) la creación de un registro y un procedimiento para la organización de las huelgas, por medio del cual el estado pueda tener información sobre los responsables de las mismas y el término espacio – temporal en el cual se van a desarrollar las mismas; 4) la creación al interior del estado colombiano de una institucionalidad permanente para gestionar el diálogo social y 5) la definición clara de aquellas conductas que no pueden entenderse como válidas dentro de la protesta social.
El debate está sobre la mesa y como se ve, es de inmensa actualidad. Ojalá en el mismo se imponga la razón, el consenso y el sentido común. Es decir, el centro del espectro político.
*Columnista Invitado de Tanque de Pensamiento Al Centro